Cerré el libro. Me hallaba en un concurrido parque. Dos niños de bronce representan un juego. Su inmóvil inquietud esta cubierta por un techo ovalar del que se desprenden arcos de algún metal oxidado que llegan hasta el suelo Alrededor las gentes como electrones que rodean a su núcleo. Se forman pequeños grupos separados por cierta distancia. Otros como yo, permanecen solitarios. Los transeúntes van y vienen. Hay quienes se detienen a comprar un cigarrillo, lo prenden y continúan su camino. Fumar es buena idea. Tienes siempre un amigo dispuesto a acompañar tus pasos a cambio de avivar su llama, consumirlo y lanzarlo al suelo. Pensándolo bien, no es tan distinto a nuestro trato con el universo...
Quizás estén pasando todo tipo de cosas interesantes frente a mi, pero yo rodeo la escena con mi vista y nada llama mi atención. Yo lo atribuyo a mi propia ignorancia o quizás a que me hallo sumido en mis propias perplejidades. Como dicen por ahi, los ojos no son más que un par de ventanas por las que miramos hacia otros mundos ajenos al que se sucede dentro de nosotros. Ventanas cubiertas por cortinas que cambiamos a lo largo del tiempo pero que somos incapaces de arrancar de un tajo para apreciar todo en su verdadera dimensión.
El monótono gris del asfalto y algunas hojas amarillas caídas de los árboles sirven como fondo a mis cavilaciones. Se cruzan entonces un par de tacones rojos. Los sigo con mi mirada. Sus caderas danzan al ritmo de un tambor africano. Mi mente las sigue mientras se alejan moviéndose de un lado hacia otro. Un minuto dialogas efusivamente con tu ser profundo, un par de manchas rojas se cruzan y entonces el ruido de los buses, de las gentes balbuceando, del viento golpeando obstáculos vuelven a ser reales.
Regresa Amarillo con una bolsa en la mano. Descarga su maleta en el suelo y se sienta a mi lado. Destapa la botella bajo la bolsa negra. Me ofrece el primer trago. Sabe el que necesito mas yo de ese amargo sabor que calienta mi garganta y deja libre la encantadora bestia que escondo tras mi epidermis. Me echo un gran sorbo. Baja hasta el fondo de mis entrañas. Me hace sentir vivo. A veces no basta respirar para sentir el influjo de la vida. Amarillo mientras tanto había encendido un cigarrillo. Recibe la botella y acto seguido le lanza un poco del liquido a su boca. Hablamos mucho. Casi todo intrascendente, lo demás nada original. Otro sorbo. La relación con el alcohol no dista mucho del amor. La botella bajo el yugo de mis labios, le robo algo de su calor y ella hace lo mismo. Al final la desprenderé de su alma y quedara olvidada en la calle. Yo continuare hasta que el ciclo se encargue de ofrecerme el mismo destino. Mientras, sigo entreteniendo a mis amigos con mi inquieta lengua que hiere con su mordacidad. Se siguen las botellas. Nos levantamos. No paramos de hablar disparates. Aceleramos el ritmo de nuestra palabrería al igual que su volumen. El cuerpo se niega ya a la inmovilidad.
Entramos al sitio. Música estridente. Mujeres a lado y lado. Alcohol en cada mesa. Luz tenue. Gritos. Baile. Justo lo que andábamos buscando.
Nos sentamos en la barra. Pedimos dos cervezas y Amarillo una caja de cigarrillos. Un sujeto esta a nuestro lado. Somete a su pareja con sus descomunales brazos. Voy al baño, dice Amarillo. Dirijo mi mirada a las parejas que bailan. Pido una canción. Lo hago simplemente para dejar salir algunas palabras y no por querer oír algo en especial. Mi mano es apretada por otra con fuerza. Me arrastra hasta donde bailan las parejas que hace un rato me quede observando. Es hermosa. Nos movemos como si nos conociéramos de toda la vida. Pasa su lengua por sus labios, remojándolos. Ya no puedo controlarme. Mi cabeza se lanza en busca de ellos. Me esquiva. Toma mi mano de nuevo. Camino tras ella siguiendo sus veloces pasos. Abre una puerta. Cuatro diosas se admiran frente a un inmenso espejo. Entramos a un baño. Cierra la puerta. Se alza hasta sentarse sobre la tasa. Me ofrece sus piernas abiertas que dejan entrever sus calzones. Son rojos, como rojos son sus tacones.
Quizás estén pasando todo tipo de cosas interesantes frente a mi, pero yo rodeo la escena con mi vista y nada llama mi atención. Yo lo atribuyo a mi propia ignorancia o quizás a que me hallo sumido en mis propias perplejidades. Como dicen por ahi, los ojos no son más que un par de ventanas por las que miramos hacia otros mundos ajenos al que se sucede dentro de nosotros. Ventanas cubiertas por cortinas que cambiamos a lo largo del tiempo pero que somos incapaces de arrancar de un tajo para apreciar todo en su verdadera dimensión.
El monótono gris del asfalto y algunas hojas amarillas caídas de los árboles sirven como fondo a mis cavilaciones. Se cruzan entonces un par de tacones rojos. Los sigo con mi mirada. Sus caderas danzan al ritmo de un tambor africano. Mi mente las sigue mientras se alejan moviéndose de un lado hacia otro. Un minuto dialogas efusivamente con tu ser profundo, un par de manchas rojas se cruzan y entonces el ruido de los buses, de las gentes balbuceando, del viento golpeando obstáculos vuelven a ser reales.
Regresa Amarillo con una bolsa en la mano. Descarga su maleta en el suelo y se sienta a mi lado. Destapa la botella bajo la bolsa negra. Me ofrece el primer trago. Sabe el que necesito mas yo de ese amargo sabor que calienta mi garganta y deja libre la encantadora bestia que escondo tras mi epidermis. Me echo un gran sorbo. Baja hasta el fondo de mis entrañas. Me hace sentir vivo. A veces no basta respirar para sentir el influjo de la vida. Amarillo mientras tanto había encendido un cigarrillo. Recibe la botella y acto seguido le lanza un poco del liquido a su boca. Hablamos mucho. Casi todo intrascendente, lo demás nada original. Otro sorbo. La relación con el alcohol no dista mucho del amor. La botella bajo el yugo de mis labios, le robo algo de su calor y ella hace lo mismo. Al final la desprenderé de su alma y quedara olvidada en la calle. Yo continuare hasta que el ciclo se encargue de ofrecerme el mismo destino. Mientras, sigo entreteniendo a mis amigos con mi inquieta lengua que hiere con su mordacidad. Se siguen las botellas. Nos levantamos. No paramos de hablar disparates. Aceleramos el ritmo de nuestra palabrería al igual que su volumen. El cuerpo se niega ya a la inmovilidad.
Entramos al sitio. Música estridente. Mujeres a lado y lado. Alcohol en cada mesa. Luz tenue. Gritos. Baile. Justo lo que andábamos buscando.
Nos sentamos en la barra. Pedimos dos cervezas y Amarillo una caja de cigarrillos. Un sujeto esta a nuestro lado. Somete a su pareja con sus descomunales brazos. Voy al baño, dice Amarillo. Dirijo mi mirada a las parejas que bailan. Pido una canción. Lo hago simplemente para dejar salir algunas palabras y no por querer oír algo en especial. Mi mano es apretada por otra con fuerza. Me arrastra hasta donde bailan las parejas que hace un rato me quede observando. Es hermosa. Nos movemos como si nos conociéramos de toda la vida. Pasa su lengua por sus labios, remojándolos. Ya no puedo controlarme. Mi cabeza se lanza en busca de ellos. Me esquiva. Toma mi mano de nuevo. Camino tras ella siguiendo sus veloces pasos. Abre una puerta. Cuatro diosas se admiran frente a un inmenso espejo. Entramos a un baño. Cierra la puerta. Se alza hasta sentarse sobre la tasa. Me ofrece sus piernas abiertas que dejan entrever sus calzones. Son rojos, como rojos son sus tacones.
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